¿A QUIÉN HAY QUE PEDIR PERDÓN?

Fusilamiento-de-Corazón-de-Jesús-en-el-Cerro-de-los-Ángeles-MadridAnte el acto de beatificación de algunas víctimas de derechas durante la guerra civil española, se han levantado algunas tímidas voces apuntando a que quizás la Iglesia debería pedir perdón por el apoyo prácticamente monolítico que hizo de la dictadura de Franco. I eso, aunque obvio, no es, ni mucho menos, suficiente ni tiene una relación directa con los desde ahora considerados “beatos”, que por aquel tiempo estaban ya muertos y enterrados. La jerarquía eclesiástica debería empezar por pedirles perdón a ellos, a los “mártires”.Los 522 religiosos y mucha más gente, fueron llevados hasta el lugar de ejecución empujados por un cúmulo de circunstancias que se aunaron, creando un alud imparable. Y no fue la labor eclesial de apoyo e incluso de incitación de las fuerzas más violentas y reaccionarias durante las décadas precedentes, la menor de ellas. No olvidemos, por ejemplo, que una parte del núcleo duro del partido pro-fascista CEDA provenía de la Asociación Católica de Propagandistas (una treintena de sus miembros fueron diputados de dicha coalición en 1933). La culminación de dicho apoyo se plasma en el opúsculo “El caso de España”, dónde se proclama la “cruzada”, en los siguientes términos: “Se ha querido salvar a España por la fuerza de la espada. Quizá no había otra solución. Se le ha de reconocer (a la guerra civil) el espíritu de una verdadera cruzada por la religión católica. ¿Cómo no germinaría en el catolicismo la semilla lanzada a través de los campos de España en los surcos que los católicos han trazado con la punta de la espada y regado con su sangre? Esta guerra no se podrá nunca llamar una guerra de clases…”
Los planteamientos maniqueos y excluyentes (de los cuales la Iglesia no era sólo espectadora, recordemos el “quién no está conmigo, está contra mí”), llevaron a una situación dónde no cabía el diálogo, dónde se extendía el convencimiento de que la única vía para hacer prevalecer las ideas era la destrucción del oponente. En este contexto, y con una República gestionada por intelectuales de centro-izquierda que seguían confiando en el juego parlamentario, los dos extremos, de izquierda y de derecha, optaron por aniquilar al contrincante como única, última y definitiva solución. Y no olvidemos que ésta era también la tónica en el ámbito internacional.
Y así, cuándo estalló un golpe de estado de extrema derecha, aniquilador de las bases parlamentarias de la República, ésta se vio desbordada por la parte radical de la izquierda. Los anarquistas, los “milicianos” tenían el convencimiento de que sólo cortando de raíz los gérmenes que habían producido el ataque (la Iglesia en primer lugar), podrían hacer prevalecer sus ideas. La misma convicción que tenían Sanjurjo, Franco y los suyos, alentados por la Conferencia Episcopal, tal como se demostró con total crueldad y ensañamiento durante la guerra y también años después.
Cuando mataban un cura, un religioso o una monja (hecho reprobable sin matices), o cuando quemaban una iglesia, no era la persona concreta ni un edificio determinado, sino los años de prepotencia, de dominio y acobardamiento de las almas, de connivencia con el caciquismo, de lujo ostentoso y arrogante, de privilegios abusivos, lo que querían destruir. No podemos ponernos en su interior, pero el sufrimiento padecido, el odio demostrado, tenían raíces más profundas que la circunstancia del momento, por dramático que fuera. Dice Camus en “La caída”: “Los mártires han de escoger entre ser olvidados, despreciados o utilizados. Pero nunca comprendidos”. Está bien no olvidarlos, es preciso respetarlos (como a las más de 100.000 víctimas del franquismo nacional-católico), pero por favor, no las utilicemos.
Si la República hubiera conseguido consolidar sus propuestas, la laicidad entre ellas, este odio mortal hubiera remitido. Pero se puede decir que uno de los factores que llevaron a los “mártires” a la ejecución, fue la conducta de la Iglesia desde hacía siglos,y más manifiestamente en las décadas anteriores. Es por ello que la jerarquía actual debería de pedir perdón por haber colaborado a llevarlos a la picota. El arrepentimiento sólo vale si va acompañado del propósito de enmienda. Y la mejor manera de demostrarlo sería prescindir HOY de los privilegios económicos y sociales; aceptar la laicidad del Estado y cortar de raíz la actitud de apoyo a las políticas retrógradas y antisociales que está llevando a cabo el gobierno del PP, con prepotencia y falta de diálogo como vía de solución de conflictos, exacerbando de nuevo los ánimos.
Como dice Paul Preston : “La Iglesia era todavía (1931) el símbolo viviente de la vieja España que los republicanos pretendían modernizar, y junto con la monarquía, el eje del mundo conservador. Además, la religión constituía el tema que podía utilizarse para movilizar el apoyo de las masas campesinas tras los intereses de la oligarquía. Habiendo perdido su hegemonía política en abril de 1931, la clase dirigente se aferró con más ahínco a la Iglesia como uno de los reductos claves de su dominio económico y social”. Ésta es una de las razones de su martirio. Ellos, en la mayoría de los casos, quizá no habían sido protagonistas, ni tan siquiera impulsores. Pero el alud revolucionario, de reacción contra este dominio que la Iglesia apoyaba intensamente, los llevó al sacrificio.
No señores obispos, no señor abad de Montserrat, los pocos que han insinuado la posibilidad de algún tímido acto de arrepentimiento, gesto que les honora. No es sólo el apoyo a Franco, es, por encima de todo, por la acción de la Iglesia previa a la guerra por lo que hay que pedir perdón. Y no es a nosotros a los que lo han de pedir, sino a los pobres eclesiásticos que pagaron sus consecuencias. Y enmendarlo.

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