FRENTE A UN “MOVIMIENTO”
Cualquier reivindicación, como cualquier acto beligerante, ha de tener en cuenta tanto quién ha causado el agravio que se trata de corregir, como a quién se dirige la petición de reparación, (figuras no forzosamente coincidentes), así como las acciones que la han de acompañar. Pero es frecuente que no sea así. Ante la inmediatez del recorte, los afectados más sensibilizados, o los más directamente afectados, empiezan a organizarse como pueden, en un proceso que tiene más a ver con la idiosincrasia de dicho núcleo inicial que con los causantes o los que podrían deshacer el entuerto. Este factor, lógico y explicable, ocasiona una gran diversidad de respuestas atomizadas ante agravios similares, y ello dificulta en gran manera la confluencia de esfuerzos, abortando un escalado que daría mayor fuerza, visibilidad y recursos al movimiento global.
Todos los recortes sufridos (¡y los que vendrán!) provienen de una misma estrategia de trasvase de algo pagado por la ciudadanía a los bolsillos de la oligarquía del sector. El origen está en las aseguradoras, en los bancos, en los fondos (¡algunos “buitres”!) qué materializan la apropiación. El ejecutor, el gobierno neoliberal, el ministerio del ramo, el delegado provincial, incluso el técnico que ha redactado el plan de cierres. Y dándoles soporte, incluso empujándolos: partidos de derechas, patronales, jerarquías eclesiásticas, asociaciones variopintas. Todas ellas legales, todas con su derecho a existir, pero que conforman un cuerpo más cohesionado de lo que aparenta, contra el cual el pobre “recortado” no sabe a qué diana disparar. Perder de vista algunos de los protagonistas nos puede hacer ignorar el verdadero argumento de la película.
Si a veces un árbol nos impide ver el bosque, ¿qué no pasará cuando alguien nos mete el dedo en el ojo (a menudo llegándolo a vaciar)? Justo en el momento que precede el impacto, vemos el dedo (no más allá), y después, con la persistencia del dolor y la ceguera, seguimos recordando solamente el apéndice, mientras juramos, ineficazmente, en arameo. Pero es un atacante de cuerpo entero: con su cerebro (es un decir), llámese CEOE, FAES, FMI, BCE U otras tantas siglas; luego los miembros, formados por la Administración, en sus diversos niveles, y una o varias empresas. Y en ellas un bien pagado Consejo de Administración, el director, el departamento de recursos humanos… (¿Añadimos también la base ideológica, llámese curia o economistas de la escuela de Chicago?). Todo ello ha ido cociendo y adquiriendo consistencia partiendo de un “soporte popular” innegable, los votos de una parte relevante de la población al partido “conseguidor”, emitidos incluso, sorpresivamente, por numerosos perjudicados por éste.
A priori, cada colectivo tiene bien delimitado a su oponente inmediato, pero también casi garantizada la derrota. A medida que se amplía el angular; a medida que se intenta ver el cuerpo y no el dedo; a medida que se sube en la pirámide decisoria y generadora de los desmanes, se encuentran más y más similitudes entre agravios aparentemente dispares, y con ello la necesidad de entender que sólo una estrategia conjunta podrá revertir el proceso.
El afectado no ve a su agresor, como tampoco ve a la legión de otros mutilados que le rodea, cada uno con las manos alzadas, andando a tientas. A veces, algunas manos se tocan, se juntan y acuerdan enfrentarse al agresor. ¿Y si los ciegos y tuertos se unieran a los cojos y a los mancos? ¿Alguien imagina la fuerza (electoral, por ejemplo) que tendría la unión de todos los parados? ¿y a los dependientes, los desahuciados, las mareas…? ¿Y si añadiéramos a los cónyuges, a los padres, parientes y amigos conmovidos por la precaria situación del afectado? ¿Y si también se sumaran las asociaciones de vecinos de sus barrios, las asociaciones de padres de sus colegios…? Brutal. Podrían enfrentarse con alguna posibilidad de éxito (en unos comicios, en la calle, judicialmente…) a los esbirros e, incluso, revertir la situación jibarizando las cabezas pensantes. End of the dream.
Pero dado que la dispersión no sólo persiste sino que se agudiza al grito de “¡sálvese quien pueda!”, cabe pensar que no se ha reparado en lo que se tiene en común. Pensemos en ello. Y encontraremos una primera respuesta que, siendo tan fácil, difícilmente se aplica: insistiendo en a la metáfora anterior, lo que tienen todos los lisiados en común es al dueño del dedo agresor. No éste, mediocre esbirro del verdadero poder, sino al monstruoso gigante que se alimenta de los órganos cercenados.
No se trata de un ataque de enajenación accidental; tampoco una guerra de exterminio. Es una guerra, eso sí, pero no de exterminio sino de sumisión. Al enemigo no se le decapita, sino que se le esclaviza (y si queda ciego y sordo, mejor). Nos precisan vivos, pero no coleando. Se alimentan de las partes no vitales; precisan de siervos que limpien la mesa después del festín.
Una guerra. Sí, no es otra cosa. Una guerra dónde el enemigo ha evolucionado desde las chapuceras escaramuzas de siglos anteriores. ¿Cómo responder? Las barricadas eran útiles contra la caballería, pero son un anacronismo inútil contra los tanques. Mientras el contrincante los tiene (comprados con nuestro dinero y nuestros votos), la ciudadanía sigue amontonando colchones y trastos viejos en las bocacalles, cada vecino en la suya.
Quedémonos sólo con una idea: Cualquier regeneración moral y democrática pasará por reconocer al enemigo, y plantarle cara con las armas adecuadas. Y por descontado, unidos. Así que para empezar, parémonos a contemplar a “los de enfrente”: Una pared, un búnker que me impide llegar dónde quiero. ¿Sí? ¿Sabemos realmente dónde queremos llegar? ¿No corremos el riesgo de que nos pase como la cita del filósofo: “el que no sabe dónde va, llega a otra parte”? Acordemos, de momento, que la meta que nos proponemos es un país con una democracia digna de su nombre, en el que la transparencia (acompañada de la corrección de los defectos y/o delitos que ésta ponga en evidencia) y la participación vayan consiguiendo no sólo la regeneración política sino también, y sobre todo, la ética y moral. Pero no echemos a andar aún. Parémonos y miremos la fortaleza que nos impide el paso y comparémosla con nuestras fuerzas.
Lo primero que vemos son los artilleros que, con saña, van diezmando nuestras ya debilitadas filas. Los administradores que se han dedicado, con empeño y tesón: primero, a consentir (¿o quizá crear?) una gravísima crisis económica, que ha justificado sus desmanes; después, a aprovechar el anonadamiento ciudadano causado por aquella, para hacer retroceder décadas el bienestar social adquirido con tanto esfuerzo. Son los Wert, Mato, Báñez o Fernández Díaz y tantos otros, liderados (la misma palabra es un sarcasmo), por un presidente “tancrediano”. También los mandatarios autonómicos, Mas a la cabeza, recortadores de pro. Y a su lado, los diputados, alcaldes, ejecutores del mandato de los primeros. A esos sí los vemos; nos laceran sus sonrisas despectivas; resuenan sus “¡que se jodan!”, mientras permanecen estoicos ante el descubrimiento de una corrupción intrínseca a su forma de hacer política, que de tanto formar parte del paisaje, parece consustancial al país.
En el próximo artículo, analizaremos porqué hemos de considerar al neoliberalismo como un verdadero (y retrógrado) movimiento social. No sólo lo son los reivindicativos, también los que nos hacen retroceder (atrás, atrás, circulen, pero atrás) lo son.
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