LA CONSTITUCIÓN DE LOS DÓCILES
La Constitución española reza (ya se veía venir) en su artículo 67: “Los miembros de las Cortes Generales no estarán ligados por mandato imperativo”. Y sigue con su plegaria en el 79: “el voto de senadores y diputados es personal e indelegable”. Entonces, ¿por qué sólo ha habido una excepción en el voto monolítico de los dos bloques predominantes, cambiando con “agosticidad” y a galope tendido aquella carta magna que elaboraron unos padres aún tiritando bajo la alargada sombra del tardo-franquismo? ¿Tan poca diversidad de criterio hay entre los componentes –más de trescientos – de los dos partidos mayoritarios? ¿Existe la misma uniformidad entre los millones de votantes que les dieron su confianza?
Estas últimas semanas, hemos visto a la señora Merkel tratando de convencer a diputados de su partido que discrepaban en asuntos económicos; y también al presidente Obama, inclinando el voto de algunos republicanos y enfrentándose a algunos demócratas díscolos. En España no. En nuestro país hay una solidez total, que cuando coincide además en los dos partidos mencionados, hace pensar más en un gris bloque de cemento que inmoviliza los pies, que en un acuerdo meditado y voluntario.
¿A qué se debe este fenómeno? Podríamos hallar diversas razones, pero quisiera apuntar por ahora sólo dos: La preponderancia de los “aparatos” sobre los electores y el miedo al vacío.
La II República fue un intento fallido de huir de la España caciquil, de la del “¿qué hay de lo mío?”, de la del capataz en la plaza del pueblo escogiendo peones entre los más dóciles y empujando a los díscolos a la miseria. Los cuarenta años de franquismo consolidaron el sistema. Son pues muchos años y ello imprime carácter. Si hablamos sólo de los políticos honrados, trabajadores, con principios e ideas –la gran mayoría dígase lo que se diga -, es una realidad que sólo pueden ejercer su tarea, cobrar su sueldo, seguir con el reconocimiento social que su puesto implica, si son fieles a los dictados del “aparato”. De vez en cuando hay pequeñas variaciones en éste –un barón, un capitán, alguna vieja gloria mueven ficha -, pero sigue siendo regla de oro lo de que “quién se mueve no sale en la foto”. Y votar en conciencia la reforma de la Constitución hubiera sido salirse de foco.
Por otra parte, se ha hecho lo imposible para garantizar que no haya vida más allá de los dos grandes partidos. Sólo ellos –a nivel local, debería añadirse a este razonamiento CiU y el PNV -, tienen el control sobre diputaciones, fundaciones y demás generadores de “lo mío”, además lógicamente de los escaños, para premiar a sumisos e incluso acoger a un posible tránsfuga. La ley electoral, ya entrada en años –es del 85 aunque remachó el clavo bipartidista hace unos meses -, da tal preeminencia a PP y PSOE que un votante díscolo, penalizado por los suyos, difícilmente encontraría acomodo de equivalente valor en otra formación. Hay alguna excepción, con más costras que camisas, pero es pura anécdota.
¿Y dónde queda el votante? ¡Ah! Gran pregunta que dudo tenga respuesta digna por parte de ninguno de los aludidos antes. A pesar de todo –que es mucho -, éstos seguirán recibiendo votos a mansalva, fenómeno paranormal que no voy a analizar ahora, pero sobre el que seguiré meditando. La respuesta, me temo, va para largo. No la esperemos en noviembre.